En este artículo

A 158 años del nacimiento de Beatrix Potter, nuestra colaboradora María José Ferrada profundiza en la historia de Peter Rabbit, el travieso conejo de chaqueta celeste y rescata algunos recuerdos infantiles a propósito de esta lectura.

«Queridos vecinos: No sé qué escribirles, así que les contaré la historia de cuatro conejitos...». Así comienza la carta, dirigida a un niño llamado Noel, que dio origen a la historia de Peter Rabbit Perico, el conejo travieso, en su traducción al español—. Lo supe porque, interesada como estoy en las historias de conejos, hace un tiempo me inscribí en un curso dedicado a su autora, dictado por la escritora y editora de libros para niños, Ellen Duthie: cinco horas seguidas para hablar de Beatrix Potter.  Me enteré de que a esta autora no le gustaba —con razón— que a propósito de sus libros se hablara de su vida privada. Lo importante eran el conejo Perico, la ardilla Nogalina, el conejo Benjamín, la oca Carlota y Samuel Bigotes, solo por nombrar a algunos de los animales a los que dio vida.  A pesar de sus pocas ganas de hablar acerca de sí misma, sí sabemos que nació en el distrito de South Kensington, en Londres, en 1866, en una familia de clase alta, y que, tanto ella como su hermano Bertam, fueron educados por institutrices, sin relacionarse mayormente con otros niños. Podemos imaginar que la soledad fue mayor cuando él fue enviado a un internado; también, que pese a eso, mantuvo la curiosidad, propia de los niños y de algunos conejos... Dejemos en paz a la señora Potter y vamos al cuento. En él, la madre coneja le explica a su hijo, en las primeras páginas, que existe una razón poderosa para no visitar la granja del señor McGregor: fue ahí donde su padre tuvo un accidente y terminó convertido en pastel. Y el pequeño conejo debería haber entendido, pero en cambio, como suelen hacer los conejos que se parecen a los niños, desobedece. Lo que sigue es simple como una hoja de boldo y tal vez por lo mismo ha sobrevivido por más de un siglo: el señor McGregor pilla a Perico; Perico corre, pierde su chaqueta con botones dorados, los zapatos elegantísimos —terminarán vistiendo al espantapájaros— y para no convertirse él en pastel, se ve obligado a pasar un buen rato escondido dentro de una regadera con agua. Cuando finalmente logra escapar —animado por tres pájaros que lo siguen de cerca durante toda la historia— y llegar a su casa, en el hueco del árbol, su madre reclama: no es posible que por segunda vez, en dos semanas, perdiera la ropa. Acto seguido lo acuesta y le da un té de hierbas de esos que quitan todos los dolores. Cuentan que Maurice Sendak, otro experto en desobedientes, adoraba el trabajo de la autora. Y que una vez que asistió en calidad de experto —categoría que odiaba— a una charla sobre libros infantiles, intentó defender el honor del conejo Perico. En el público, había un hombre al que le interesaba exponer un asunto: ¿cómo era posible que la historia de ese conejo gozara de tal popularidad? El argumento del señor era el siguiente: el libro no encajaba con la realidad —los conejos no usaban chaquetas con botones dorados, zapatos elegantísimos— ni con la fantasía —era, después de todo, una historia de esas que suceden, todos los días, en las granjas del mundo—. Seguro, agregaba, era un engaño promovido por los expertos de esa misma mesa. ¿Qué tenía que ver el conejo Perico con los problemas que enfrentaban los niños de verdad? Niños que —¿era necesario explicarlo?— definitivamente no eran conejos.  Despedazar una obra de arte solo por el gusto de incluirla en una casilla, era un pasatiempo para faltos de imaginación y cultura, pensaba Sendak, que a esas alturas estaba tan furioso como el señor. Y es que no se puede explicar lo inexplicable: la necesidad de una literatura, basada en la imaginación, que busca aportar un sentido a la vida. En este y en todos los mundos. La única solución, explica el autor de Donde viven los monstruos, habría sido darle al hombre un puñetazo. Pero como suele pasar que quienes elaboran argumentos cuadrados como dados son además más altos y gruesos que el promedio, Sendak tuvo que limitarse a esperar que terminara la charla. Mientras escuchaba a Ellen Duthie relatar la anécdota, recordé mi propia historia con el conejo Perico, a propósito de la que derramé lágrimas como para llenar un balde. O dos. Una amiga de mi madre, en una visita a su casa, me prestó un pequeño ejemplar de la historia, encuadernado en tela. Era parte de una caja en la que venían cuatro o cinco libros de Beatrix Potter. En palabras de su amable dueña: «un tesoro». Imagino que debo haber mirado un par de días el librito y que luego lo dejé por ahí. Solo un par de meses más tarde, cuando volvimos a visitarla, recordé el valioso préstamo. Y al llegar a mi casa comprobé que lo peor que podía pasar, había pasado: lo había perdido. Desde ese día cada vez que la amiga de mi madre venía a mi casa yo me escondía en mi pieza, abatida como el mismo Perico en una de las escenas más bonitas del cuento: por fin logra salir de la regadera donde ha estado escondido y logra escapar del señor McGregor. Corre y se encuentra con un viejo ratón al que le pregunta por el camino que conduce a la salida. Pero el ratón no puede responderle, porque tiene la boca llena. Recién entonces Perico llora y la barrera entre el conejo y el niño que tiene el libro en sus manos se desvanece. Y es que solo ellos —ahora que gracias a Potter se han encontrado— pueden comprender verdaderamente el significado de la tristeza y la frustración. Por mi parte, vinieron semanas —o tal vez meses— de despertar en mitad de la noche y recordar el libro perdido. En el desvelo, imaginaba peleas terribles entre mi madre y su amiga, tras las cuales no me quedaba otra opción que abandonar para siempre mi casa y la ciudad. La oscuridad que tiene el don de deformarlo todo, se encontraba a sus anchas en mi noche infantil. Portada de Peter Rabbit, de Beatrix Potter Deben haber pasado meses antes de que me atreviera a confesar que había perdido el libro de Perico. Y para mi sorpresa, la amiga de mi madre me respondió que no, que se lo había devuelto. Estaba segura porque hace un par de días se lo había leído a uno de sus sobrinos. Le había encantado, ¿cómo no? En lugar de sentirme aliviada, me sentí torpe. Y luego, otra vez, triste. En el mundo, grande y lleno de olvidos, solo había alguien capaz de comprenderme. Tenía orejas largas y una chaqueta con botones dorados, dos zapatos elegantísimos, que por segunda vez, en dos semanas, se habían perdido. Un amigo, cuya historia no era real ni fantástica. Pero eso no tenía ninguna importancia para mí. Lo importante era que se había salvado del señor McGregor; de la incomprensión de los señores que asisten a las conferencias; y de mí misma, que en una alter vida lo había perdido para siempre. Dormía, ahí —hacía más de un siglo— acurrucado, en los libreros del mundo. Buenas noches. Mejórate del resfriado. Descansa, Perico.