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Niños y niñas no tienen duda al respecto: los objetos tienen una vida que espera ser descubierta. Nuestra colaborada, María José Ferrada, recomienda cuatro libros que nos invitan a escuchar el secreto diálogo de las cosas.

Por María José Ferrada

Los objetos, sobre todo durante los primeros años, son amigos con buena disposición. La mirada de niños y niñas tiene la capacidad de adaptarlos a las necesidades de cada momento: la escoba, por ejemplo, puede ser un caballo y las sillas, si se ordenan una después de la otra, pueden convertirse en un tren. Esto convierte el living en una pradera o en un camino por el que se va de viaje. Los adultos, por supuesto, no nos enteramos de nada. De tanto encender y apagar ampolletas hemos olvidado que se trata de pequeñas estrellas que tienen la facultad de conservar un poco del día dentro de la noche.

Por suerte los poetas existen y nos recuerdan esta cercanía amable con las cosas. Gabriela Mistral, dice: “¡Bendita sea mi lámpara! Tiene un mirar humanizado de pura suavidad, de pura dulcedumbre” y Pablo Neruda celebra la existencia de los calcetines: “Dos veces es belleza la belleza/ y lo que es bueno es doblemente bueno/cuando se trata de dos calcetines/ de lana en el invierno”. La argentina Roberta Innamico, resume en un par de versos la pequeña filosofía de la materia: “las cosas que entran/ en una mano/ eso es lo que tengo/ para armar un mundo”.

A continuación, algunas recomendaciones de libros que celebran la vida de los objetos:

No es una caja

Antoinette Portis
Editorial Kalandraka, 2006

El conejo que protagoniza esta historia padece eso que niños y niñas comprueban varias veces cada día: hay cosas que definitivamente los adultos no entienden. Por ejemplo, que una caja puede ser un auto, una montaña, un edificio o un traje de robot, entre muchas otras cosas. La voz que aparece en la página izquierda del libro no se da por aludida: “¿Qué haces sentado en esa caja?”, pregunta. El conejo no gasta tiempo en explicar lo obvio: es un auto de carrera. Sabio, solo se limita a responder: “No es una caja”.

La voz insiste: “¿Te has subido a la caja? El conejo, que en la página siguiente está ocupado subiendo lo que a sus ojos claramente es una montaña, nuevamente decide no enredarse en explicaciones innecesarias, así que responde: “¡No es una caja!”.

Y es que este niño conejo prefiere ocupar sus palabras y su tiempo –el tiempo de la infancia, que también corre rápido para los conejos– en recorrer el mundo entero con ayuda de ese vehículo perfecto, ese traje a prueba de gravedad, ese rectángulo de invisibilidad que –¿de verdad los adultos lo hemos olvidado?– es una caja.

Ilustración interior de “No es una caja”. Créditos: Kalandraka

Botoncito

Yoko Ogawa y Chiaki Okada
Editorial Juventud, 2017

Este libro aborda un tema que preocupa por igual a niños, niñas y juguetes: ¿qué pasa con estos últimos cuando sus niños y niñas ya no quieren jugar con ellos? Sin quererlo, Botón se hace cargo del problema el día que se desprende de la blusa de Ana para comprobar que hay otros mundos más allá del “blanco y suave” que comparte con su amigo Ojal.

Su forma redonda le permite llegar, sin esfuerzo, a la parte trasera del cajón donde escucha algo parecido a un sollozo. Se trata de Sonajero que derrama lágrimas minúsculas recordando el tiempo en que ayudaba a Ana a olvidar su llanto. Amable, Botón le explica que la niña ya es capaz de alejar el llanto sin su ayuda, pero que no se equivoque: él ha sido fundamental en ese aprendizaje.

En su viaje por las cercanías del baúl de los juguetes y por debajo de la cama, Botón se encuentra con otros seres que sienten un abandono parecido: Babero, que siempre estuvo dispuesto a la hora de comer y Oso, que incluso sacrificó una de sus orejas  para mantener los “sueños que dan miedo” alejados de la noche.

Botón los consuela, explicándoles que sin ayuda de sus juguetes y de los objetos que la acompañaron durante sus primeros años, Ana no sería la que es hoy. Y eso es algo que los objetos, que a su modo también tienen memoria –esa que dejan en ellos los dientes que los han mordido y las manos que han jugado con ellos– no  deben olvidar.

En otras palabras: una tierna celebración de todas esas cosas que prestan ayuda a los niños y niñas en sus primeros pasos por el mundo. El gorro que tapa las orejas, la muñeca que aligera la soledad, la mantita que espanta fantasmas a la hora de la siesta: ¿existirá compañía más amable?

Ilustración interior de “Imagina animales”. Créditos: Kalandraka

Imagina animales

Xosé Ballesteros y Juan Vidaurre
Editorial Kalandraka, 2008

Los objetos de la casa guardan en el interior animales dormidos. Y para despertarlos, solamente se necesitan unos ojos muy atentos. Un par de pestañeos y ahí están: el abrenoches que estira sus alas de color acero para vigilar el sueño del bosque; el metrocol que, escondido en su concha, se dedica a operaciones aritméticas; el tibulatas que se alimenta de barcos hundidos en el corazón del océano pacífico.

La invitación es a internarnos en un mundo –que niños y niñas reconocerán de inmediato– donde es posible olvidar la utilidad de las cosas y liberarlas para que jueguen, aunque sea un rato, a ser lo que ellas quieren. Y es que si la libertad es algo bueno para los seres humanos, ¿por qué no iba a serlo también para las cosas?  La casa –el objeto mayor de la familia– está de acuerdo y es un mar, un cielo, un bosque lleno de vida.

Cuentos de mi escritorio

Juan Tejeda y Consuelo Moreno
Editorial Zig-zag, 2014

Un escritor y dibujante habla, agradecido, sobre los habitantes de su escritorio: el lápiz, el lapicero, la goma, los papeles, la tijera. Ellos le ayudan a hacer los cuentos y dibujos que lleva a los diarios donde, como explica, le pagan “algunos pesos”. El problema es que hay días en que la imaginación escasea…

En Los monederos falsos pero buenos –cuento que abre la serie y anuncia el tono del conjunto– los objetos del artista deciden ayudarle, falsificando para él un billete de diez mil pesos. A partir de ahí comienza todo un trabajo colaborativo no libre de discusiones. Como sea, el lápiz dibuja, la goma borra, la tijera corta y la lupa vigila que todo quede bien. No, definitivamente los objetos del escritorio no parecen compartir la ética de los seres humanos pero también es cierto que tienen algo que a veces se nos olvida, sobre todo a la hora de valorar los libros infantiles: sentido del humor que los lectores agradecen a partir de los 0 y hasta los 120 años.