Con su vista borrosa, la escritora Marta Brunet supo apreciar los colores vivos de la naturaleza y los interiores oscuros de quienes habitaban en esas casas chilenas, de campo y ciudad, donde se desencadenaban historias de incesto, de abusos, y donde la mujer ocupa un rol secundario, silencioso, pero siempre soñando con su libertad.

Por Soledad Rodillo.

Marta Brunet nunca olvidará el paisaje de su infancia: esa naturaleza de montañas, de ríos caudalosos, de campesinos y patrones que conoció tanto en su natal Chillán como en su infancia en Victoria, y que están presente en las novelas y cuentos que escribió a lo largo de su vida.

Pero lo de ella no fue el criollismo, como lo tildó la crítica chilena en sus comienzos, sólo un paisaje de fondo que ella utilizó para hablar de otros temas más importantes: de matrimonios arreglados, de mujeres cuya opinión no era escuchada, de abusos y violencia de género, de un patriarcado feroz que ella no tardó en denunciar en sus primeros trabajos y durante toda su carrera.  En 1963 el crítico Ángel Rama tildó de “haragana” a la crítica chilena que veía a Brunet como una mujer que escribía sólo de naturaleza y trabajadores de la tierra. Tenía razón. Era mucho más: una escritora inclasificable, única, con una fuerza inquebrantable que la hizo trabajar hasta el día de su muerte, a pesar de haber estado casi ciega durante más de 10 años.

Una mujer que,  aunque nunca se asumió públicamente como feminista, sí apoyó al Movimiento Emancipador de Mujeres Chilenas (MEMCH) que finalmente logró la obtención del voto femenino. Una escritora que denunció en sus obras, de forma clara y valiente, el trato discriminatorio que sufrían las mujeres desde su niñez: desde que se les obligaba a estar siempre lindas y presentables, a jugar con delicadeza, evitar los juegos al aire libre, a cumplir un rol silencioso en la mesa y en la casa y donde cualquier atisbo de originalidad ―como se ve en el cuento La nariz ―es aplacado por las madres y las abuelas.

También escribió sobre el trato desigual que soportaban las mujeres adultas, en medio de paisajes de brezos, helechos y ríos caudalosos: de los matrimonios arreglados, la falta de amor entre las parejas formadas por conveniencia, la desdicha de las mujeres que no tenían derecho a opinar ni a pasar un rato de ocio en su propia casa.

Marta Brunet presentando su libro Cuentos para Marisol, 1938 (Créditos: Memoria Chilena)

En Soledad de la sangre (1943), uno de sus cuentos emblemáticos, la protagonista sólo dispone de un tiempo para sí misma, que es cuando él duerme y ella puede escuchar el fonógrafo que compró con la ganancia de los tejidos que vendía en el pueblo: su único lujo, el lugar donde “residía su vida interior, su evasión a los días incoloros”.

Marta Brunet nació el 9 de agosto de 1897 en Chillán, pasó su infancia en Victoria y su adultez en Santiago, y ejerció como cónsul en Argentina Brasil, y Uruguay donde morirá en 1967, mientras leía el discurso de aceptación a la Academia Uruguaya de las Letras en Montevideo, a causa de un derrame cerebral.

Fue una escritora que vivió de la literatura, además de sus trabajos en revistas y más tarde de sus clases en la Universidad de Chile. De origen burgués de provincia, tuvo una niñez privilegiada, fue educada con institutrices y viajó a Europa antes de la Primera Guerra Mundial. Pero a la vuelta su padre murió y la situación económica de ella y su madre se vio empobrecida. Pero ella sabía escribir y lo hacía muy bien, por lo que pronto se lanzó a las novelas, y aunque un crítico haya alabado su manera de narrar como muy masculina ― un comentario que en la época era considerado un “halago” ―lo cierto es que su prosa suave y cadenciosa tuvo éxito casi de inmediato, con obras como Montaña adentro (1923) y Bestia dañina (1926). 

Aunque sus mejores obras, sin duda, son las que realizó a partir de los años 40, cuando emigró de Chile y asumió como cónsul en Argentina durante todo el período del Frente Popular. Ahí ya no hubo mordaza alguna para su escritura y habló de incesto, de relaciones sexuales no consentidas, tanto en el campo como en la ciudad, de mujeres frustradas que, de un día para otro, como en el cuento “Noctilucas”, quieren dejarlo todo, marido, casa, fortuna con tal de volver a sentir alguna emoción en sus vidas. De esa época son sus novelas María Nadie, Aguas abajo, Humo hacia el sur y Amasijo, que curiosamente, no fueron tan tomadas en cuenta por la crítica chilena de esa época, aunque a partir de los años 90 han sido las obras más elogiadas y revisitadas por la Academia y las editoriales.

Marta Brunet también habló de las niñas, muchas de ellas de nombre Solita, una especie de alter ego de la propia Brunet, que aparece en varios cuentos y en su novela Humo hacia el sur (1946): una niña que amaba la soledad, que leía, jugaba al aire libre, amaba sus mascotas y las personas “de veras”; un personaje esperanzador, que cree que todo es posible, que se cuestiona su vida y la vida de sus padres, que quiere abandonar ese mundo estructurado y regulado para formar parte de otro nuevo, donde su voz es escuchada igual que la de los hombres, donde las mujeres trabajan y son independientes, donde la libertad se vive en cada decisión.

A pesar de su vista borrosa la escritora supo ver los paisajes luminosos y los interiores oscuros, pudo mostrarnos los secretos más profundos que se esconden dentro de las familias, desde la relación incestuosa de un padre con su hija en medio de la montaña hasta el pecado que oculta un padre rico en la biblioteca de su casa. Marta Brunet, la escritora de los anteojos oscuros, parecía verlo todo y fue capaz de plasmar esas distintas realidades en una obra coherente, sofisticada y simple, que la convirtió en la segunda mujer en obtener el Premio Nacional de Literatura en 1961, y pasar a la historia con una obra que sigue siendo vigente y cuyos temas lamentablemente continúan siendo tan actuales.