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Virginia Woolf: más allá del canon
Considerada la escritora inglesa más importante de la primera mitad del siglo XX, Virginia Woolf sigue siendo con su obra y vida una figura presente en la literatura y el feminismo actual. Novelista, cuentista y editora, con su trabajo traspasó géneros, experimentó con el flujo de la conciencia en obras que siguen marcando a lectores y creadores.
Por Astrid Donoso
Londres, el sol se cuela entre las nubes de un cielo aquejado de lluvias y cierta neblina. Se encuentran reunidos en el pequeño jardín y la luz parece entretejerse entre los pétalos de flores y las hojas. Apenas corre una brisa, que, aun siendo helada, los mantiene a todos animados en conversaciones intensas sobre arte, política, literatura y algunos chismes. Virginia lee en voz alta un relato recién publicado sobre el cual conversa con algunos de los presentes. Mientras, Vanessa y Duncan no deciden con qué color seguir sobre sus telas iluminadas por el reflejo del sol de la media tarde.
Este es un retrato fabulado de uno de los círculos de intelectuales y artistas más influyentes que ha existido en la cultura inglesa. El crítico de arte Clive Bell, el escritor Leonard Woolf, la artista Vanessa Bell, el biógrafo Lytton Strachey, el novelista E. M. Forster, el economista John Maynard Keynes, el pintor Duncan Grant y el crítico Roger Fry son algunos de los miembros más connotados del círculo Bloomsbury, aunque nunca tanto como fue y lo es Virginia Woolf.
Virginia Woolf es la escritora inglesa más importante de la primera mitad del siglo XX. Se ha estudiado y escrito muchísimo sobre su obra y sobre la influencia que ejerce en escritores en la actualidad tanto por su trabajo literario como su obra ensayística ligada al feminismo. Así mismo, su vida ha sido objeto de constantes revisiones con sus cartas, diarios y las intensas y singulares relaciones que cultivó. A la vez, las relaciones que forjaron el grupo de Bloomsbury nutrieron su trabajo, en un constante diálogo, que no solo renovó el panorama literario, intelectual y artístico de la Inglaterra de aquellos días, sino que fue una estimulante respuesta a la rígida tradición victoriana.
Adeline Virginia Stephen nace el 25 de enero de 1882 en un Londres regido por un estricto código moral impulsado por la reina Victoria. Inglaterra había vivido la revolución industrial, y se encontraba en una fase donde el imperio enfrentaba los movimientos de obreros sindicalizados, problemas en las colonias e Irlanda. El llamado imperio británico comenzaba a decaer y mientras el imperio comenzaba a mostrar sus primeras fracturas, lo mismo sucedía en el terreno del arte, la cultura y el pensamiento, que poco a poco se va rebelando.
En contraste con lo que sería la vida de Virginia, su padre, Sir Leslie Stephen pertenecía totalmente al mundo victoriano. Rígido y tradicional, tanto él como la madre, Julia, habían enviudado; por ende, este era su segundo matrimonio y ya era un hombre mayor cuando se convirtió en padre de Virginia. “Los tuyos, los míos” se sumaron a los nuestros, que en este caso serían en orden Vanessa, Toby, Virginia y Adrian, con quienes tendría una estrecha relación, especialmente con su hermana.
Como sucedía en aquellos años, tanto Virginia como su hermana no pudieron ir a la universidad –algo que la futura escritora resintió muchísimo– y fueron educadas en casa por su madre y un profesor de latín y griego. Ya a temprana edad su hermana decide ser pintora, mientras Virginia opta por la escritura como oficio y se aboca a ello con esmero leyendo muchísimo en la nutrida biblioteca paterna. Su padre era un reputado biógrafo, muy aficionado al alpinismo y conocido por ser el editor del monumental Diccionario Oxford de Biografías Nacionales. Esa herencia, incluyendo la afición a las largas caminatas, sumada a las constantes visitas de autores como los escritores Thomas Hardy, Henry James, William Thackeray, el poeta Alfred Tennyson o el pintor Edward Burne-Jones, permitieron que creciera en un entorno estimulante, nutriendo su bagaje intelectual, mirada e imaginación. A ellos se sumaba Julia Margaret Cameron, tía abuela de Virginia y una de las fotógrafas artísticas más importantes de la época, con sus estilizadas fotografías de escenas alegóricas, muy cercanas a lo que hacía por esos años Lewis Carroll, otro destacado fotógrafo. Sí, el mismísimo autor de Alicia en el País de las Maravillas.
Observadora y curiosa por naturaleza, comenzó a escribir profesionalmente en 1905 en el Times Literary Supplement. Ya llevaba un buen tiempo escribiendo, siendo muy crítica y exigente con su trabajo, hasta que publica su primera novela a los 33 años. Fin de viaje es publicada por la editorial de su medio hermano, Gerald Duckworth and Company, pero ya en 1917 junto a su marido Leonard, de quien tomaría el apellido Woolf, deciden emprender con un proyecto de edición al que llamaron Hogarth Press.
Tener esta imprenta, que trabajaba de forma artesanal, le permitió una enorme libertad para seguir explorando su estilo con nuevos recursos narrativos, experimentación que habría sido impensable en editoriales tradicionales. En ella publicó cuentos cortos como los emblemáticos Kew Gardens o La marca en la pared, de bajo tiraje, además de introducir autores al mundo anglosajón con obras de Dostoievski, Gorki o Freud. Asimismo le dio la oportunidad de publicar a amigos del grupo de Bloomsbury como Katherine Mansfield, E. M. Forster, Vita Sackville-West y T. S. Eliot, entre otros, con ediciones que incluían las distintivas ilustraciones de su hermana Vanessa y el de la pintora Dora Carrington.
La señora Dalloway fue publicada en 1925, convirtiéndose en uno de los libros más leídos y celebrados de la autora. En su época logró el aplauso de la crítica con su original estilo donde el tiempo retrocede y avanza, una habilidad que cruzaba las barreras canónicas de la narrativa, incorporando además el flujo de la conciencia, recurso esencial del modernismo, en un relato que transcurre en un solo día. Estas técnicas serían profundizadas con gran éxito en novelas como la original Orlando, en el relato coral Las olas, entre otros. En ambas, lo imposible se vuelve posible en una narración que cruza espacio, tiempo y género, y donde el fluir de pensamientos sería llevado a una de sus máximas expresiones en un intenso relato escrito a seis voces.
En sus relatos se suman imágenes más propias de la poesía con una maestría cuidada. Muchas de sus obras, como el ya mencionado cuento “La marca en la pared”, cruzan géneros literarios para centrarse en algo que en apariencia es muy nimio y doméstico, sin ninguna importancia, destronando a la acción y haciendo del pensamiento el principal protagonista. De hecho, este cuento raya en la filosofía y logramos imaginar que parte de esto se entiende como la enorme influencia que tiene su propia vida y el constante diálogo con el grupo de amigos intelectuales y artistas que frecuentaba. En esa constante observación y curiosidad, Virginia logra hablarnos de temas trascendentales cuando aparentemente solo está mirando una pequeña mancha en un muro. Algo similar al periplo por las calles de Londres mientras el objetivo aparente es solo ir a comprar a una papelería.
Su obra como ensayista no habla únicamente de literatura, lectura y procesos creativos, sino también de feminismo. Una habitación propia, obra fundamental del feminismo, muy leída, releída y estudiada, es hoy un referente obligado que sigue estando vigente. Publicado en 1929, nace de una serie de conferencias a universidades donde la autora fue invitada, entre ellas Cambridge, la misma donde estudiaron sus hermanos y a la que ella, por ser mujer, no había podido asistir. En este ensayo la escritora subraya la necesidad de un espacio, tiempo y recursos para poder escribir, algo que en la tradición literaria había sido vedado a las mujeres, cuya vida siempre se confinó a lo doméstico, mientras lo público era dominado por los hombres. Esto evidencia que las condiciones materiales, dadas por un constructo cultural que históricamente ha privilegiado a los hombres, es una de las barreras a superar, pues la única diferencia entre la escritura entre mujeres y hombres se constreñía a esta posición en la sociedad, dejándolas fuera del canon literario y sin independencia económica. Más allá de algunas nuevas lecturas a casi un siglo de su primera edición, Una habitación propia ha otorgado un sentido de comunidad a muchas escritoras y ha convertido a Virginia Woolf en una de las pocas mujeres, solo junto a la poeta estadounidense Emily Dickinson, que tiene un sitial especial del ya mentado canon literario occidental.