Se acaba de lanzar una edición conmemorativa de esta clásica obra, que a pesar del tiempo continúa siendo leída, principalmente, en el mundo escolar. Investigamos la importancia de la novela y descubrimos una faceta desconocida de su autor, Eduardo Barrios Hudtwalcker (1884-1963). Por: Germán Gautier.

En su tiempo fue una novedad y un éxito de ventas: su primera edición se vendió en diez días. Eduardo Barrios tenía 31 años y El niño que enloqueció de amor era la primera novela de un autor que hasta el momento había publicado un volumen de cuentos, escrito tres obras de teatro y colaboraba frecuentemente en diarios y revistas de Santiago.

Un autor, sin embargo, que previo a iniciar una carrera literaria había abandonado su puesto como oficial del Ejército de Chile para emprender un sinuoso viaje por la América profunda donde aprendió los oficios más variopintos que se pueda imaginar (incluso fue levantador de pesas en un circo).

Eduardo Barrios, un lector omnívoro y siempre atento a las letras chilenas.

Este autor -que lograría el Premio Nacional de Literatura en 1946 y llegaría a ser postulado incluso al Premio Nobel-, recurriendo al uso de un diario de vida cautivó a  generaciones con la historia de un niño que se enamora de una mujer mayor por quien sufre lo indecible. Tanto caló esta obra en el imaginario social, que cien años después de su primer tiraje se sigue indagando en ella y disfrutando los destellos de una prosa rítmica y sentimental.

Hasta hoy El niño que enloqueció de amor comparte lugar en las listas de lecturas complementarias de establecimientos educacionales con bestsellers, como Harry Potter o Los juegos del hambre. Incluso lo hace con nuevas tendencias narrativas, como la novela gráfica. Al lado de estos títulos u otros pesos pesados de la literatura universal –Kafka, Cortázar, Hesse o García Márquez-, la obra de Eduardo Barrios persiste y envejece de la mejor manera: reeditándose y releyéndose.

Un mar de portadas a través del tiempo.

El sello Origo, por medio de la promoción Sueña Leyendo de Copec, acaba de lanzar una edición conmemorativa en tapa dura, con ilustraciones de Marcelo Baeza y prólogo de Cristián Montes Capó. El académico de la Universidad de Chile realiza un impecable estudio de la metamorfosis anímica que apresa el niño y pondera la novela por su “gran calidad escritural y notable factura técnica”.

Más quisiera sufrir

Eduardo Barrios nació el 25 de octubre de 1884 en Valparaíso. Fue hijo de Eduardo Barrios Achurra, un militar chileno, e Isabel Hudtwalcker, una mujer peruana descendiente de alemanes. Pocos años después del fin de la Guerra del Pacífico y producto de la temprana muerte del padre, Isabel traslada a la familia a Lima, donde Eduardo Barrios transita su infancia y adolescencia.

Eduardo Barrios junto a su esposa Carmen Rivadeneira. Crédito: www.dedaldeoro.cl

En la capital limeña cursa humanidades y descubre junto con sus compañeros de colegio las lecturas de Julio Verne, mientras que en sus paseos por el centro de la ciudad fija la mirada en la estampa del poeta José Santos Chocano (1875-1934). La etapa peruana de Eduardo Barrios lo marcó profundamente, tanto así que el escritor y crítico Pedro Lastra considera en un reciente informe presentado a la Academia Peruana de la Lengua, que probablemente el cuento Amor de niño, de Luis Benjamín Cisneros (1837-1904) le fue útil como subtexto para su futura primera novela: “Ambos son relatos de un amor imposible que culmina con la muerte en el de Cisneros y con la locura –otra forma de aniquilación- en la narración del escritor chileno”.

Hacia 1915 el país contaba con cerca de tres millones y medio de habitantes y se preparaba para elegir a Juan Luis Sanfuentes como presidente. En la revista Zig-Zag Eduardo Barrios tenía una columna de crítica de teatro y ya había iniciado contacto con el Grupo de los Diez (formado por escritores, poetas, músicos, pintores, arquitectos). Su nombre tenía cierta resonancia, pero alcanzaría real fama con el lanzamiento de El niño que enloqueció de amor.

Hubo críticas favorables y opiniones encarnizadas; estas últimas atribuidas al contenido sexual en la vida de un niño. Pero los poetas de entonces (Pedro Prado, Manuel Magallanes Moure, Ángel Cruchaga Santa María, Daniel de la Vega) vieron en esta suerte de poema sentimental a un familiar de sangre, por lo que no tardaron en aparecer cantos y sonetos dedicados al niño sufriente, los que incluso acompañaron la novela a partir de la segunda edición, que ilustró Coré. Una de las más fervientes admiradoras fue Gabriela Mistral, quien comenzó además una larga relación epistolar con el autor al cual terminó llamando “hermano Eduardo”.

Miniserie de El niño que enloqueció de amor, transmitida por TVN en 1999. La dirección estuvo a cargo de Alberto Daiber.

En las páginas de la novela el autor consigue a través de un lenguaje pulcro y coloquial desarrollar la psicología del protagonista y mantener una tensión creciente con los demás personajes. El niño es ante todo un ser diferente: no juega, se siente muy alejado de sus hermanos y su abuela, mantiene una enigmática relación con quien podría ser su padre, y la confusión producto de un amor imposible termina por alejarlo de la razón.

“No sé por qué ahora, mientras más sufro, más quisiera sufrir, y que me pasaran cosas muy horribles, de esas que ponen a todos muy tristes; y que me muriera por último… ¡pero que lo supiese todo ella, eso sí…!” (p.57)

Este dolor sentimental se transforma con el transcurso del relato en una forma de enfermedad (mediada por celos, escándalos y delirio) y solo el diario de vida permite serenar la vergüenza que significa no poder manifestar sus intenciones. La escritura se transforma, entonces, en un acto de libertad dentro de un ambiente vigilante y el desvelo del niño durante las noches se convierte en el espacio en donde los tormentos adquieren su máxima intensidad. Tal vez allí surja la empatía con tantos poetas de su generación.

En La otra casa. Ensayos sobre escritores chilenos (Ediciones UDP, 2006), Jorge Edwards señala agudamente: “En mi lectura actual de la breve novela de Barrios (…) encuentro los siguientes elementos, nuevos y curiosamente antiguos, permanente si ustedes quieren: una atmósfera profundamente represiva, el hábito arraigado del disimulo, de la mentira, una situación emocional de nervios a flor de piel, de verdadero histerismo”.

Ilustración interior de Marcelo Baeza.

Todos estos elementos, gracias a la narración de Barrios, van saliendo de la pluma de un niño, que como lo revelaría el autor en una crónica posterior, cursa primer año de humanidades y tiene entre 10 y 11 años. Un niño precoz, pero consciente de sí mismo, en el cual se conjuga la peligrosa ecuación de escritura y enfermedad.

En Cien libros chilenos (Ediciones B, 2008) Álvaro Bisama habla del trauma y del desconcierto en esta novela, apuntando que a Barrios “le interesa llegar a la melancolía como una condición terminal, como una forma frustrada del deseo”. Y es cierto, pues aun cuando todos los caminos se muestran clausurados para este niño, y la locura surge como el único puente de escape frente un terrible amor idealizado, lo que finalmente subyace en el corazón de esta obra es la valentía de un gesto: el gesto pueril de combatir el dolor escribiendo con lágrimas en los ojos.

El cronista

Portada del libro escrito por Joel Hancock.

Después de El niño que enloqueció de amor, Eduardo Barrios publicó las novelas Un perdido (1918), Hermano asno (1922) y Páginas de un pobre diablo (1923). Ninguna de esas obras, aunque algunas con mejores críticas, ha logrado la trascendencia de El niño que enloqueció de amor. En estos títulos posteriores perfeccionó sin dudas la exploración sicológica de sus personajes y su narrativa da cuenta también de su experiencia andariega incluyendo algunos tintes autobiográficos.

A partir de entonces, Barrios no volverá a escribir una novela hasta que en 1944 aparezca Tamarugal. Los estudiosos de su trabajo lo tachan como “los años silenciosos”, sin embargo, constituye un periodo extremadamente fructífero, especialmente, para el escenario de las letras criollas.

La crónica fue el género que Barrios cultivó durante más de 40 años. El género que de forma tan prodigiosa se da en el país, con notables contemporáneos suyos, como Ricardo Latcham, Joaquín Edwards Bello o Manuel Rojas. Y el ámbito donde se especializó y que mejor llevó a cabo Eduardo Barrios fue el de la crónica literaria, logrando gran repercusión en El Mercurio y Las Últimas Noticias.

Un libro imprescindible para adentrarse en esta esfera menos conocida de la producción del novelista es Crónicas literarias de Eduardo Barrios (Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2004), con prólogo y selección del profesor estadounidense Joel Hancock. El mismo investigador anota: “Según Barrios, la crónica literaria tenía una función muy importante. Opinaba que el crítico literario tenía la misión de guiar responsablemente al público hacia materiales de lecturas nuevos y merecedores”.

Ilustración del escritor Eduardo Barrios.

Barrios escribió sobre poetas, cuentistas, novelistas, ensayistas, dramaturgos, historiadores y filósofos chilenos; escribió editoriales, analizó el devenir de revistas literarias y comentó sobre literatura infantil; publicó sus opiniones de escritores hispanoamericanos, europeos y norteamericanos. Su conocimiento y opinión de la literatura  mundial funcionó como un faro, tanto para los lectores como los propios escritores. Tal vez motivado por su visión un tanto nacionalista (fue dos veces Ministro de Educación de Carlos Ibáñez del Campo) dedicó gran parte de su trabajo a estimular a los escritores chilenos, a quienes demandaba una actitud más filosófica que militante.

En este centenario de la publicación de El niño que enloqueció de amor, conviene también conocer al escritor por esta otra faceta. Al leer sus crónicas se aprecia la destreza y facilidad con que mostraba sus opiniones. Él mismo no lo pudo haber dicho mejor: “Desearía que al leer mis obras el lector se olvidara de que lee y recibiera solo, como directas de la vida y la naturaleza, las sensaciones y las emociones de cuanto quise comunicarle”.