Si hablamos de literatura infantil y sus orígenes, los abecedarios ilustrados ocupan un lugar muy especial desde que comenzaron a publicarse hace siglos atrás. Si bien nacieron para alfabetizar a la población infantil y fueron muy utilizados con fines moralizantes y religiosos, desde sus inicios han dado cabida al juego y al placer estético por sobre otros fines.

Por Macarena Pagels

Antes que se editaran como libros, los orígenes de los abecedarios los encontramos en las cartillas de los siglos XVI y XVII, que se utilizaban para enseñar a leer y escribir a los niños y para transmitir los valores del catecismo cristiano.

Con el pasar del tiempo y el advenimiento de la modernidad, estos materiales evolucionaron para dar lugar a los primeros libros para la infancia y se editaron tanto en Europa como en las nuevas colonias americanas. La alfabetización continuó siendo una de sus principales funciones, así como también la de ordenar y estructurar racionalmente el conocimiento que se ofrecía al lector.

Esta manera enciclopédica de organizar el conocimiento dio origen a numerosos abecedarios ilustrados organizados por temas, que se difundieron a lo largo de todo el siglo XIX. Uno de los abecedarios temáticos más conocidos es el ABC Buch (1790) del filósofo ilustrado y pedagogo alemán Karl Philipp Moritz.

Si bien nacieron con una finalidad didáctica y moralizante, algunos abecedarios experimentaron otros enfoques para la iniciación lectora, que incluían juegos verbales y tipográficos, ilustraciones llamativas y formatos novedosos.

“The absurd ABC”, de Walter Crane. Créditos: cooperhewitt.org

Ya en la Inglaterra del siglo XIX es posible encontrar abecedarios que tenían por único fin brindar una experiencia lúdica para sus lectores y divertirlos con sus juegos verbales, frases disparatadas y mucho humor. Es el caso de The absurd ABC (1874), de Walter Crane, que mezcla versos entretenidos con ilustraciones coloridas y llamativas. Otro hito destacable es A apple pie (1886) de Kate Greenaway, que introduce las letras de la A a la Z en una serie de acciones que se desencadenan desde que una tarta de manzana es mordida.

La estructura básica de los primeros abecedarios es simple: se presenta el alfabeto de la A a la Z y cada letra se asocia con una imagen, generalmente de un objeto o animal cuyo nombre empieza con dicha letra. También puede ser una palabra, frase o rima en la que abunde esa letra. Sin embargo, en los trabajos de Greenaway y Crane antes mencionados ya es posible observar una tendencia a la experimentación, jugando con las palabras y las ilustraciones que representan a cada letra.

Entrando en el siglo XX la función pedagógica y aleccionadora de los primeros abecedarios cederá el paso al humor, a los juegos literarios y a la experimentación con los formatos y la imagen, siendo este último aspecto el más destacable. La ilustración no será un mero acompañante del texto ni un traductor del significado de las palabras, sino que se convertirá en el elemento central de los abecedarios infantiles modernos. El atractivo lúdico y estético será de mucho mayor demanda, tanto así que podríamos estar hablando de libros-juguetes e, incluso, de verdaderas obras de arte.

La relación texto-imagen se torna mucho más compleja en los abecedarios actuales. La ilustración no solo tiene como función traducir literalmente lo que indica el concepto asociado a una letra. No necesariamente existe una equivalencia palabra-ilustración, ya que la relación entre ambas puede ser, incluso, contradictoria.

“ABC de Dr. Seuss” (1960). Créditos: drseussart.com

Los textos que acompañan cada letra y cada ilustración también experimentan nuevos aires, reafirmando su función lúdica y poética. Un claro ejemplo de esto es el ABC de Dr. Seuss (1960), muy conocidos por sus rimas y frases sin sentido.

Por otro lado, las combinaciones posibles de los modernos y actuales alfabetos se han ampliado. Hoy encontramos, por ejemplo, abecedarios que utilizan las letras del alfabeto como pie forzado para crear una pequeña narración. En éstos cada letra -o palabra clave asociada a ella- da pie a una narración más o menos extensa, con un contenido temático común.

Y, así como a nivel de su estructura literaria, la materialidad también ha permitido que los actuales abecedarios para niños expandan sus posibilidades, jugando con el plegado del papel, el troquelado, las solapas, lengüetas, y estructuras pop-up que abundan en nuestros días.

Todas estas innovaciones han posibilitado que hasta la edad de los destinatarios de este tipo de libros se amplíe. Es muy difícil categorizarlos como exclusivamente infantiles, ya que muchos abecedarios actuales pueden ser disfrutados tantos por niños como por lectores adultos. Un claro ejemplo de aquello es Los pequeños macabros (2010), un abecedario creado por Edward Gorey, que se presenta como un muestrario de destinos trágicos experimentados por niños.

“Los pequeños macabros” (2010), de Edward Gorey. Créditos: revistababar.com

Hoy la oferta de diversos tipos de abecedarios infantiles es incontable. La finalidad didáctica de los primeros ejemplares aún pervive y coexiste con todas las demás formas de experimentación que ha tenido este género a lo largo del tiempo. Sin embargo, los abecedarios actuales se caracterizan mucho más por sus juegos literarios y visuales y por desafiar a los lectores que hoy demandan nuevas propuestas en un contexto de grandes cambios en todos los niveles.