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Recomendaciones a un marciano (de parte de dos niñas y un niño de la Tierra)
En este artículo
Nuestra colaboradora María José Ferrada revisa dos libros que, desde diferentes lugares, celebran la mirada infantil. También conversó con tres niños, de distintos países, sobre sus miedos, sus sueños y sobre las cosas que conviene tener en cuenta si se quiere tener una buena vida en este planeta.
Hace bien hablar de vez en cuando, seriamente, con un niño o una niña que, con palabras simples, nos recuerde cómo funciona el mundo. Tal vez se trate de un asunto de lenguaje: pocas palabras que intentan usarse de la manera más precisa posible. O simplemente la capacidad natural de mirar con extrañeza ese lugar que se va conociendo de a poco. Como sea, a los ocho, nueve o diez años, la realidad parece mirarse con algo de distancia. Ni mucha ni muy poca: la que da una silla cuando te paras en ellas o la que ofrecen los cercos cuando en lugar de utilizarse para separar la propia casa de la del vecino, se usan de observatorios.
Algunos adultos han escrito sobre la mirada de los niños. Walter Benjamin, en La infancia Berlinesa hacia 1900 habla, entre otras cosas, de la relación curiosa y radical que los niños establecen con los objetos. Lámparas, cortinas y muebles, están al alcance de la mano y se convierten con absoluta naturalidad en compañeros –o ayudantes– en el camino hacia la comprensión.
En el breve capítulo dedicado a la luna, el niño Benjamin observa la oscuridad y se pregunta cosas que, tal vez por su inmensidad, a medida que crecemos, la mayoría olvidamos: “¿por qué había algo en el mundo, por qué había mundo?”. Un poco más adelante, en el capítulo dedicado a los escondites, a propósito de las cortinas, se refiere a la capacidad mimética: el niño mira la cortina y los contornos de la tela comienzan a volverse borrosos. Ya no sabe dónde termina él y donde comienza el mundo. En palabras de ese mismo niño, ya convertido en filósofo: “el niño detrás de la cortina se convierte él mismo en blancura flameante, en fantasma”. Y es que ser niño, parece decirnos Benjamin es, sobre todo en los primeros años, una experiencia radical.
Otro adulto que confía en esa mirada es el profesor colombiano Javier Naranjo que, a lo largo de años, invitó a niños de primaria a dar significados propios a las palabras. Del material obtenido en lo que él mismo denominó un juego –¿habrá algo más serio que eso para un niño?– fue el libro Casa de las estrellas: el universo contado por los niños. Según explica Naranjo en el prólogo, del material obtenido se hizo una selección en la que se corrigió sólo la ortografía y, en algunos casos, la puntuación. “Respeté la voz de los niños, sus titubeos, dislocación, su secreta arquitectura (…) su voluntad de olvido o profunda memoria. Sinceridad en la intención. Voz que sucede ajena a lo que quiere imponer lo sabido: el mundo gastado, rotulado con el pobre ya conozco todo”. A continuación, algunas definiciones incluidas en este precioso diccionario:
- Agua: transparencia que se puede tomar (Camilo Aramburo, 8 años)
- Dios: la luna, las vacas, los plátanos en el cielo (Jorge Andrés Girardo, 6 años)
- Distancia: alguien que se va de uno (Juan Camilo Osorio, 8 años)
- Poeta: yo creo que es una bolita (Carlos Andrés Llano, 6 años)