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Una biblioteca es parte esencial de tu vida: ¿qué libros pasaron por tus manos para que llegaras a pensar de la manera en que lo haces?, ¿a quienes les debes esa particular forma de escribir o de hablar? Confesar las lecturas es como reconocer la playlist de tus momentos de nostalgia. Pensarán que esta cháchara no viene a cuento cuando hablamos de aulas, estudiantes, adolescentes y jóvenes en formación, pero precisamente ese es el secreto que guardan los libros. Su conversación. Una que ocurre de a dos. El libro y tú.

Por Sara Bertrand 

Puede que no se lo imaginen, o sí, aunque no tienen por qué saberlo, pero buena parte del trabajo de una escritora o escritor ─lo sé ahora que he pasado un tiempo en el oficio─, es responder sobre lecturas. Los discretos preguntan cosas como “Podrías contarnos, ¿qué estás leyendo?”; los más directos, “¿qué lees?”; también están los que gustan hacerse de panoramas generales, “¿Cuáles son tus autoras favoritas?” o los atrevidos, que son los peores, “¿Podrías recomendarnos los libros que te han marcado en tu vida?”. Esa pregunta es por decir lo menos, un desatino. Digo, es una interrogante que para una tercera o cuarta cita o para trabajarla con tu terapeuta, porque hablamos de ese nivel de intimidad. Pero la gente quiere saber y la pregunta sobre lecturas se ha vuelto obvia y ese es el problema, la complicación o el dilema: qué decir, ¿mentira o verdad?

Porque confesar las lecturas es como reconocer el playlist de tus momentos de nostalgia, por ejemplo, “escucho boleros”, o de tus estados de euforia, “Daft Punk”. Hay algo inconfesable, como si por el hecho de responder, estuvieras corroborando cierta imagen u dejando caer cierto ego. El mismo pudor sientes cuando alguien entra a tu biblioteca y comienza a revisar, como si buscara ropa en tu ropero, qué se pone, cómo y por qué, ¿por qué se viste así?

Aunque este comienzo no es totalmente honesto, porque lo que realmente quiero decir es que una biblioteca es parte esencial de tu vida. La construyes con tus idas y venidas, tus tropiezos, obsesiones, arrojos, en fin. Que sin necesidad de decir ni mu muestra capas de ti misma, como esos piquetes que hacen los geólogos en los cerros: ¿qué libros pasaron por tus manos para que llegaras a pensar de la manera en que lo haces?, ¿quiénes fueron tus maestros?, ¿a quienes les debes esa particular forma de escribir o de hablar? O de preguntar: ¿eres de las que amas los sustantivos o los verbos?, digo, soy de las que ama los verbos, para mí están en el corazón de la escritura y creo que eso es perfectamente identificable en los libros que guardo en mi biblioteca, precisamente, porque en ella está el registro de mis búsquedas.

Como ese jardín de senderos que se bifurcan que imaginó Borges, cuenta la historia de una niña que creció en dictadura, ese tiempo gris y nostálgico, de todos modos, una nostalgia que no era propiamente mía, porque no había conocido el antes, crecí en la falta de libertad, esa tensión, esa violencia, y quizás por eso me apasioné por los clásicos infantiles (que en sus primeras versiones tenían poco de infantil) y los devoraba como queriendo hacerlos sudar significados. Porque eso le pides a los libros, que confiesen por qué están ahí, por qué te inquietan, por qué sus conversaciones no te sueltan. Y escuchaba la sinfónica de Prokófiev, Pedrito y el lobo y estaba segura de que por ahí se revelaba algo que tenía que aprender.

 

 

Mi biblioteca todavía guarda algún rastro de la adolescente rebelde (difícil, como decía mi madre) que fui y, sobre todo, guarda los libros que me permitieron componer cierto pensamiento: Arendt, Sontag, Pessoa, Agamben, Spivak, por nombrar algunas voces que me ofrecieron la emoción contenida en un descubrimiento. Como cuando crees haber alcanzado cierto tipo de sabiduría, aunque sea dibujar la línea que te separa de lo que desconocías hasta hace dos libros atrás. Y todo eso hace de la biblioteca de cualquiera un lugar tan personal.

Pensarán que esta cháchara no viene a cuento cuando hablamos de aulas, estudiantes, adolescentes y jóvenes en formación, pero precisamente ese es el secreto que guardan los libros. Su conversación. Una que ocurre de a dos. El libro y tú. Esa autora o autor que vivió y escribió, esa que dudó, la que se enamoró, a la que le rompieron el corazón, aquella que mintió, la que debió vivir presa de una mentira, la que fue destrozada por una guerra, la que emprendió una lucha contra sus enemigos.

La conversación contenida en los libros abarca el abanico gigantesco de los temas humanos y es preciso pensar que introduciremos a nuestros jóvenes en ella, que no desconoceremos el pasado ni el estado de situación actual (la guerra que vuelve a infectar nuestro cotidiano una y otra vez, como si no hubiésemos aprendido nada), que sabemos que para que algo cambie realmente debemos cambiar nosotros, los humanos, plantearnos qué pensamos sobre el progreso, la tecnología, nuestra relación con el medioambiente, con el poder o el dinero. En fin, tantas cuestiones vitales y que solo pueden ser resueltas por adultos pensantes, por jóvenes que sean formados en esa necesidad, la de cuestionarse el mundo en el que viven.