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Los escritores de literatura infantil reciben muchas cartas. Se trata de una antigua tradición para la que, hoy en día, sólo niños y niñas parecen tener tiempo. En esta entrega revisamos la interesante correspondencia entre los pequeños lectores y sus escritores favoritos.

Por María José Ferrada

Niños y niñas quizás sean los únicos que se empeñan en conservar la costumbre ya casi extinta de escribir cartas. Lo sé porque cada vez que hago una visita a una escuela vuelvo con la cartera llena. Cartas que mezclan comentarios sobre los libros con frases de cariño, dibujos, y que casi siempre dejan un par de renglones para contarle –o recordarle– al escritor las cosas que son importantes en ese periodo de la vida anterior a los diez años: comidas preferidas, viajes a la playa, mascotas que se pierden, pero al día siguiente aparecen. El intercambio es antiguo pero, imagino que debido a que hoy las cartas, en lugar de ser enviadas por correo, son entregadas en el momento en que los escritores visitamos las escuelas, se ha perdido la amable costumbre de responderlas, como lo hacían, sin falta, los escritores de hace solo un par de décadas. Cuentan que Maurice Sendak solía tener el buzón lleno y que sus respuestas incluían dibujos de sus monstruos. Famoso es el caso del niño –Jim– que envió una postal al artista y recibió de vuelta un dibujo firmado. La respuesta de agradecimiento la escribió la madre del niño: “A Jim le gustó tanto su carta que se la comió”. En otra misiva, según cuenta la revista Jot Down, dos hermanos le pidieron a Sendak que les dijera cuánto costaba llegar al país de los monstruos. En caso de que no fuera demasiado caro –explicaban–, querían ir. El escritor debía, eso sí, responder rápido, porque ya se acercaban las vacaciones de verano.  Cartas escritas con la seriedad y la sinceridad que tan bien conocen niños y niñas. Ni siquiera el padre de los monstruos se salvó. Una niña le escribió sólo para decirle: “Odio tu libro”. Conocedor como era de las fuertes emociones que se experimentan al principio de la vida, podemos imaginar que el autor, en lugar de tomárselo mal, habrá agradecido la muestra de confianza. Quien también dedicó gran parte de su tiempo no sólo a responder cartas, sino también a diseñarlas y buscar para ellas los mejores formatos, fue Lewis Carrol. El autor de Alicia en el país de las maravillas llevó un riguroso registro de su correspondencia, donde aparecen 98.721 cartas enviadas que incluían juegos de palabras, adivinanzas, acrósticos e incluso acertijos matemáticos.    Un ejemplo de dedicación es la carta ilustrada con fecha 10 de octubre de 1869, donde el autor británico se excusa ante una niña llamada Georgina Watson, explicando los motivos por los que no ha podido asistir a su fiesta de cumpleaños. La carta dice más o menos así: “…el gato me encontró, me tomó por un ratón, me persiguió arriba y abajo, hasta que apenas pude mantenerme en pie. Luego, de algún modo, entré en la casa, y allí me encontró un ratón que me confundió con un gato… corrí a la calle otra vez, pero un caballo me encontró y me tomó por un carro…”. La historia se vuelve cada vez más inverosímil. ¿Pero acaso la verosimilitud le interesa a niños y niñas? No solo la destinataria de la carta sino también los millones de lectores de su libro podrán responder a coro, desde distintas épocas y lugares geográficos, gritando todos al mismo tiempo: ¡claro que no!  Y si el contenido era disparatado, Lewis Carrol no se quedaba atrás en materia de formatos: cartas escritas al revés y que sólo podían leerse si se sostenían frente a un espejo; cartas que debían leerse dando vuelta la página y mirando a través de una luz intensa; cartas escritas en palabras tan diminutas que sólo se podían leer con ayuda de una lupa… en otras palabras, cartas escritas con la dedicación que merece un pequeño lector que ha decido dejar entrar a los personajes y las imágenes creadas por un autor a su mundo y ha decidido, a través de una carta, hacérselo saber.  Otro célebre escritor de cartas fue Michael Ende. En un pequeño museo, ubicado a un costado de la Internationale Jugendbibliothek de Múnich, donde se conservan los manuscritos, libros y objetos del autor, hay cuatro cartas enmarcadas y expuestas en una de las paredes. Un día del año 2005 las llevó hasta la biblioteca –encargada de preservar el legado del autor de La historia interminable– Peter Ruhenstroth-Bauer, que en esa fecha era, según indica la placa que acompaña a las cartas, Secretario de Estado en el Ministerio Federal de Asuntos de la Familia, la Tercera Edad, la Mujer y la Juventud. El hombre, antes de ser un funcionario de gobierno, había sido un niño, que intercambió cartas con su escritor favorito.  Cada carta, como se observa en la imagen, incluye una segunda hoja firmada nada menos que por los personajes de Jim Botón y Lucas el maquinista: además de la letra de los dos protagonistas, podemos ver muy claramente la de la princesa Li si; el Señor Tur Tur y el joven Ping Pong, entre otros. Pero quizás la parte más emocionante sea la escrita por los Trece Salvajes –la banda de piratas, cuyos integrantes, entre otras peculiaridades, solo conocen una letra cada uno–. El tiempo dedicado por el escritor alemán a imitar el estilo pirata –con sus borrones correspondientes–, seguro fue proporcional a la emoción del niño que la recibió.  Y es que tal vez se trata de eso: ya no hay tiempo para cartas. Porque para escribir una, como demuestran estos escritores, se necesita papel, una letra apropiada –que no necesariamente es sinónimo de buena letra– y la intención de responder al mensaje. Un mensaje que –lo supieron los grandes escritores de literatura infantil– si viene de un niño o una niña que ha dedicado parte de su tarde a poner en el papel las mejores palabras y los dibujos más bonitos, siempre será el más urgente de los mensajes.