En este artículo

La forma en que articulamos nuestros relatos está cambiando drásticamente. Pensemos de qué manera incorporamos narraciones años atrás, cuando éramos pequeños, por ejemplo, que en mi caso tiene que ver con la oralidad, también con bibliotecas, pero principalmente con la oralidad. Por Sara Bertrand

Mi papá era un gran contador de historias y cuando digo “gran contador”, me refiero a que no escatimaba detalles, cada sonido, gesto, el ruido de los álamos esa tarde en la carretera, la mirada inquietante del carabinero que le pidió los documentos, ¡sus documentos!, dicho como orden perentoria. Ese amanecer frío en la cordillera, los bufidos de los animales o el sol encandilando el camino.

Y así es como en cada uno de nosotros sobrevive ese relato que reúne aleatoriamente fragmentos del abuelo, abuela, madre, padre, tías, hermanos, compañeras de curso, en fin, cada historia que escuchamos y nos conmovió o llamó la atención, permanece guardada y nos sirve como base de datos a la hora de narrar nuestros días. Porque en esa herencia recibimos una infinidad de formas de ver, hacer, pensar, preguntar o escuchar y, como código secreto, se activa cada vez que abrimos la boca para contar.

Nuestro ruido es particular, no es posible clonarlo, tampoco acceder a él como si fuera materia universal, disponible para miles de millones de seres humanos que habitan la tierra con un solo clic. No. Nuestra estructura narrativa contiene una unicidad que está dada por nuestras experiencias, así como por quienes participaron de nuestra infancia y formación. Avanzamos, recogiendo fragmentos de una vida propia y podemos contar una historia sin engañar el ojo, sin aniquilar la experiencia. Contar no para ser como o parecerse a, contar para expandir el horizonte de nuestros pasos, para que esa narrativa personal tenga sentido en el relato interior y acomode ciertos vacíos.

Por eso es difícil evitar algunos adjetivos o reformular personajes moralmente, aun cuando puede que nos engañemos en explicaciones o enredemos la historia hasta hacerla incomprensible, dentro de nosotros, el relato real existe y no es posible desatenderlo.

Tampoco pertenece a este tiempo, o no necesariamente, pues tiene de cada era que nos habita, al menos tres, pasado, presente y futuro. Dicho de otra manera: abuela, madre e hija. Así es que nuestra historia es más o menos libre de modas, más o menos libre de moralina, más o menos libre de estupideces temporales que buscan privilegiar ciertos grupos o temas en desmedro de otros. Nuestros relatos nunca podrán ordenarse por algoritmos.

Lo que cada uno podría calificar como algoritmo es lo aprendido, aquello que la vida nos enseñó a punta de tropezones y levantadas, pero ese conocimiento es personal, nunca exportable ni menos objeto de masificación. Aprendemos a vivir como buenamente podemos, paso a paso, somos ese cúmulo de ensayos y errores, nada en nosotros ha sido adquirido por obra y gracia de un ser superior ni de una inteligencia que nos sobrepasa, todo lo contrario, hemos debido entender de qué va la vida en medio de temporales y mareas. Después de todo, de eso se trata la vida, ¿no? Una especie de camino hacia una iluminación obligada.

Cierto que están los porfiados de siempre, los que niegan todo, los que prefieren hacer vista gorda o mirar al costado, pero tarde o temprano, a ellos también les llega su momento de verdad. Como a Newton cuando cayó la manzana del árbol.

Digo todo esto porque el entusiasmo que provoca en niñas, niños, adolescentes y jóvenes la famosa inteligencia artificial debiera preocuparnos medianamente. Es decir, de nada vale apartarlos o cerrarles el camino a la experiencia tecnológica, pero tener en cuenta de qué vamos a alimentar sus narrativas, cómo se compondrá su inteligencia emocional, qué convocarán a la hora de verse sumidos en la oscuridad o en la duda, es un punto razonable de partida. ¿A qué van a echar manos?

Estoy segura de que nos gustaría nutrirlos de material suficiente como para que sean creativos y despiertos. Hambrientos en el más puro sentido de la palabra. Hambre de conocimiento, de experiencias, de caídas y levantadas. Y, sobre todo, que sobrevivan para contarla.