A 59 años de su publicación, revisitamos este clásico de la literatura infantil. Un álbum siempre interesante de leer y de observar, que nos ayuda a explorar una infancia cargada de miedos, deseos e imaginación.

Por Andrea Brunet H

Cierto día, el historietista estadounidense Art Spiegelman (Maus) visitó a Maurice Sendak en su finca de Connecticut y conversaron de los libros para niños y los libros para adultos. Mientras hablaban, Sendak le dijo: “¡Los libros son libros!”, fastidiado de pensar en cómo los adultos seguimos apartando ciertas lecturas que catalogamos como no aptas para niños y lo mucho que se malinterpreta la infancia como algo bonito, alegre y frágil que debe ser cuidado.

Gran parte de esta desconexión entre lo que los adultos piensan y lo que la infancia realmente es, etapa “intensa, vital, misteriosa y profunda”, según palabras del propio Sendak (con las que coincido absolutamente), se ve retratada en Donde viven los monstruos. Publicado en 1963 y ganador de la medalla Caldecott (1964), es quizás el mejor álbum dentro de la historia de los libros ilustrados. A 59 años de su publicación, sigue siendo el más recomendado entre quienes gozamos de la riqueza de este tipo de libros.

El libro narra la noche en que Max, un niño al que le gusta disfrazarse de lobo y hacer travesuras de todo tipo, es castigado por su madre en su cuarto sin cenar. Poco a poco, el dormitorio se transformará en un bosque y Max emprenderá un viaje en bote por el ancho mar hacia la tierra donde viven los monstruos. Allí, nuestro protagonista demostrará ser la bestia más feroz y liderará una verdadera fiesta de juego salvaje. Todo acabará cuando Max anhele volver a casa y emprenda el viaje de vuelta, donde encontrará un final feliz y humeante.

El viaje onírico del que somos testigos es un verdadero tránsito hacia la imaginación y a las emociones desbordantes del personaje principal, sucedido en varios espacios: la casa, el cuarto, la selva, el mar y el lugar donde viven los monstruos; y varios tiempos: el del adulto (un par de horas, quizás) y el infantil (días, noches, semanas y hasta un año). Esto, a su vez, nos invita a pensar en lo diferente que los niños perciben el espacio y el tiempo.

Mientras los adultos vivimos en la realidad y consideramos el tiempo como algo que se debe estructurar, trazar y dividir en horarios, los niños se mueven en múltiples realidades y son capaces de alargar, pausar y entremezclar el tiempo en sus mentes. Toda madre o padre bien sabe que diez minutos adultos pueden transformarse en una eternidad para la niña o el niño.

Destaco enormemente el tratamiento del tiempo y el espacio en esta obra, pero también me gustaría resaltar sus características físicas y compositivas, pues soporte, diagramación, texto e ilustración juegan un papel muy importante. Mediante un formato de doble página, apaisado, texto e imagen irán conjugándose, existiendo una progresiva inmersión de la ilustración y el color sobre el blanco a medida en que se pasan las páginas (vinculado a las emociones que saturan y desbordan a Max).

El trabajo gráfico, por su parte, será de la línea de ilustradores del siglo XVIII y XIX como Thomas Bewick, William Blake y Randolph Caldecott, marcada por el uso de la técnica mixta que combina acuarela, gouache, y plumilla para los delineados y achurados. Las imágenes, altamente sugestivas, requerirán de un ojo agudo para notar todo el simbolismo presente en la obra, en especial, aquel relacionado a la dualidad de la luna (menguante y llena); los monstruos con características humanas (algunos pies, cabellos, narices, gestos); el paso del tiempo (día y noche); la comida, representada de distintas formas tanto en el texto como en las ilustraciones, muy relacionada al afecto, entre otros. Sin embargo, el lector no necesitará desvelar todos estos símbolos para disfrutar de este álbum.

Lo realmente interesante de este libro es que la historia en sí nos muestra un héroe que rompe los estereotipos y paradigmas de la literatura infantil hasta la década de los sesenta. Y aquí volvemos a lo que mencionaba en un principio: Sendak nos presenta un niño cuya esencia no es ser virtuoso ni aprender una lección (como la mayoría de los libros de esa época y, por qué no, ¡muchísimos libros de la nuestra!), sino ser él mismo. Esa es la esencia de la infancia que no ha sido edulcorada por el lente adulto: una infancia transgresora, libre, rebelde, provocadora y vital, capaz de sentirse frustrada, enojada, agresiva e incomprendida. Es más, en entrevistas posteriores a la publicación de su obra, Maurice Sendak reconoció que formuló la historia sin pensar en el lector infantil, sino desde un adulto que nunca olvidó lo que es ser niño. Y es justamente esa honestidad en el discurso del autor lo que lo hace tan genuino, lo que hace que miles de niñas, niños y adultos sigan disfrutando de este clásico.

Esta es la infancia que muchos adultos hemos olvidado y Donde viven los monstruos nos ayuda a recordar, a sentir y a explorar, una infancia cargada de frustraciones, miedos, deseos y desconexiones con relación al mundo adulto, muchas veces tan imaginativamente estéril y normado. Es, por tanto, el tipo de libro que recomendaría para cualquier edad, para ser leído una, diez y mil veces.

Donde viven los monstruos (Where the wild things are)

Maurice Sendak (texto e ilustraciones)

Año de publicación, 1963

Traducción de Agustín Gervás

Kalandraka, 2014