El 8 de junio se cumple un nuevo aniversario del nacimiento de María Luisa Bombal cuya obra literaria sigue suscitando interés en las actuales generaciones. El escritor Manuel Peña Muñoz recuerda las conversaciones que sostuvo con la escritora y evoca una amistad literaria que ha perdurado a través del tiempo.

Por Manuel Peña Muñoz. Escritor, profesor de castellano, investigador literario y especialista en literatura infantil y juvenil.

Conocí a María Luisa Bombal en 1974, cuando estaba recién llegada a Chile y vivía con su madre Blanca Anthes Precht, en un chalet de la calle 2 Poniente 77 en Viña del Mar. Fue un tanto osado de mi parte conseguirme su número teléfono y llamarla para decirle que era un estudiante universitario deseoso de conocerla. Había leído sus libros y me parecía increíble que pudiera visitarla desde Valparaíso donde yo vivía. ¡Estábamos tan cerca! Desde las primeras frases que intercambiamos por teléfono, se mostró muy afable y contenta de recibirme para hablar de libros y autores.

Esa misma tarde fui a verla y desde esa primera visita se sucedieron muchas otras, mostrándose feliz de que un joven estudiante de literatura de 23 años se interesara en sus libros La Última Niebla y La Amortajada. Me producía una auténtica fascinación leer estas novelas y sus cuentos El árbol y Las Islas Nuevas. Tenían un estilo literario muy íntimo que no encontraba en otros libros.

En nuestros paseos por la avenida Perú, mirando el mar que tanto la atraía o en el bar Anakena del Hotel Miramar, me contaba de su vida en Viña del Mar, antes de irse a Francia con sus hermanas mellizas Blanca y Loreto. Tenían nueve y ocho años cuando se fueron. Había muerto el padre, entonces la madre viuda se las llevó a París para que perfeccionaran su francés aprendido en las Monjas Francesas de Viña. María Luisa siempre fue educada como francesa, aunque hubiera nacido en Chile.

Allá estudió en colegios de religiosas y luego en la Universidad de La Sorbonne, donde se inició en la literatura escribiendo cuentos inspirados en los de Perrault, aunque prefería los de Andersen que encontraba más poéticos y misteriosos. También asistía a conciertos, pues desde niña se sintió atraída por la música clásica a tal punto que en París continuó sus estudios de violín.

María Luisa Bombal

Todo lo artístico la atraía. Por eso no vaciló en inscribirse en los cursos de teatro de L´ Athelier de París en los que tuvo de compañero a Antonin Artaud, el creador del Teatro de la crueldad. Sin embargo, su madre que ya había regresado a Chile con las mellizas, se escandalizó al saber que su hija estaba estudiando teatro. No era bien visto en la clase alta a la que pertenecían, de modo que decidió su regreso en el transatlántico Reina del Pacífico.

Al desembarcar en Valparaíso, la esperaba una realidad muy distinta a la que había conocido en París. Viña del Mar y Santiago le parecieron ciudades provincianas. No encajaba en la sociedad conservadora de esos años. Ella era una joven culta, desenfadada y alegre, muy distinta de las jóvenes recatadas de su edad.

Llena de ilusiones, se enamoró de Eulogio Sánchez Matte, un ingeniero civil de 28 años, casado aunque separado. Ella tenía 21 años y toda la vida por delante para ser feliz con ese hombre que al poco tiempo la abandonó. La separación le produjo tal desajuste emocional que decidió irse a Buenos Aires con Pablo Neruda, recién nombrado cónsul de Chile en Argentina y su esposa holandesa Maruca Hagennar, con quienes vivió en el edificio Safico de la calle Corrientes, recién inaugurado y el más alto de Buenos Aires.

Con una copa de vino blanco en la mano, en la terraza del restaurant Chez Gerald de Viña del Mar, rememora sus siete años en Buenos Aires, los mejores de su vida, alternando en la bohemia porteña junto a Jorge Luis Borges y Victoria Ocampo, la gran dama de la cultura argentina que la acogió en las páginas de la revista Sur.

En Buenos Aires alternó con Federico García Lorca.

“Era divertido y fascinante. Tocaba el piano y recitaba. Lo fuimos a despedir al muelle y le gritábamos ¡Federicoooo!… cuando el barco se alejaba. Llevaba un semblante de tristeza pues presentía su final. En ese ambiente conocí a mi primer marido Jorge Larco que era pintor y escenógrafo, pero el matrimonio fracasó a los dos años. Sin embargo, a pesar de los altibajos, me desarrollé como escritora en esas noches de cafés y bohemia donde tuve amigos muy cercanos. Allí escribí el guion para la película La casa del recuerdo que dirigió Luis Saslavski, pero un día decidí regresar a Chile”.

María Luisa se queda pensativa. “Yo creo que ya me morí y esto que estoy viviendo es el infierno”, me dijo. Se sentía triste y sumida en una gran soledad. Aferrada a mi brazo, mientras caminábamos junto al estero Marga Marga, me dijo: “Me siento atacada a ratos por la gran tentación de Satanás: la melancolía”. Fuimos a tomarnos una foto a la plaza de Viña con un fotógrafo minutero. Luego, sentados en un café, me contó de Eulogio a quien nunca pudo olvidar. “Era tremendooso”, me dijo arrastrando las sílabas pues tenía una particular manera de hablar en la que se mezclaban sus distintos acentos. “Le disparé, pero me absolvieron y me fui a vivir a Estados Unidos donde conocí a mi segundo marido, el conde francés Raphael de Saint Phalle, con quien tuve a mi hija Brigitte”.

Manuel Peña Muñoz y María Luisa Bombal. Archivo del autor.

Me cuenta que vivió en California donde hizo doblajes de películas y escribió su novela House of mist. La Paramount Picture le compró los derechos pero nunca se filmó la película. Se sumaba otra decepción.

Al enviudar, decidió regresar de New York a Buenos Aires donde vivían sus hermanas. ¿A qué país pertenecía? Ni ella misma lo sabía. Entonces, volvió a su patria de infancia, Viña del Mar, que encuentra llena de edificios y sin poesía. Tampoco era su lugar en el mundo. Todo lo perdió.

Se hace de noche y la llevo de regreso a su casa. Ella  camina con gran dificultad bajo las palmeras del estero. Cuando muere su madre, se va a vivir a Santiago al departamento de la escritora Isabel Velasco donde le llevo un libro de cuentos de Andersen que deseaba leer.

Al poco tiempo muere, en mayo de 1980. Conservo las cartas que me envió a Madrid y la foto que nos tomamos en la Plaza de Viña del Mar en cuyo dorso escribió: “Un día feliz que espero se repetirá”.