Arthur Conan Doyle fue un escritor precoz y de intereses variados. Si bien se hizo mundialmente conocido gracias al personaje de Sherlock Holmes, escribió sobre diversos temas. Sus estudios de medicina y sus viajes por lugares exóticos le nutrieron de material para moldear sus personajes y para ampliar sus intereses literarios, al punto de declarar que no creía que existiese mucha gente con mayor trayectoria que él.

Por Nathalie Walker.

Arthur Conan Doyle nació en Edimburgo, el 22 de mayo de 1859. Su vocación por la escritura se manifestó en forma muy precoz. A los seis años escribió una historia sobre un hombre y un tigre que, aunque no fue publicada, aportó los primeros indicios acerca de su futura y prolífica carrera de escritor.

Fue un escritor de temáticas muy variadas. Él mismo tuvo ocasión de contar en una entrevista que su producción literaria abarcó “entre veinte y treinta obras de ficción, libros de historia sobre dos guerras, varios títulos de ciencia paranormal, tres de viajes, uno sobre literatura, varias obras de teatro, dos libros de criminología, dos panfletos políticos, tres poemarios, un libro sobre la infancia y una autobiografía”.

Pese a ese impresionante registro, es evidente que ninguna de sus novelas o historias tuvo tanta trascendencia como aquellas en que se cuentan las hazañas del conocido detective privado Sherlock Holmes. A este personaje su creador le profesa amor y odio por partes iguales: amor, porque lo situó en la cima del estrellato literario de la época; odio, porque creía que, de no haberlo inventado, su posición en la literatura hubiese sido más elevada. Aunque esta opinión, desde luego, no es compartida por los millones de lectores de las aventuras del hábil investigador.

El nacimiento de un gran detective

Conan Doyle estudió medicina en la universidad de Edimburgo, y tuvo la ocasión de practicarla en escenarios muy particulares. Así, por ejemplo, a los veinte años de edad se embarcó como médico en un ballenero en el ártico, pasando siete meses en las gélidas aguas de Groenlandia. Algo más tarde, también ofició de médico por cuatro meses en un vapor que se dirigía hacia el sur y que navegó por la costa occidental de África. Como es de esperarse, estos viajes nutrieron no sólo su experiencia vital y juvenil, sino también le proporcionaron un estupendo material para la construcción de los relatos cortos que darían fama mundial a su detective consultor Sherlock Holmes.

La novela en que Holmes hace su aparición es en Estudio en Escarlata, escrita en 1887, que se publicó en el número de Navidad de Breeton’s Annual. La segunda novela fue denominada El signo de los cuatro (1889). Pero el verdadero éxito del detective se produjo en los relatos cortos, de periodicidad mensual, publicados en The Strand Magazine. Estas narraciones breves hicieron las delicias de sus lectores, que esperaban impacientes las próximas entregas. Tanto es así que, cuando Conan Doyle decidió poner fin al personaje en “El problema final”, arrojándolo a las cataratas de Reichenbach, muchos lectores escribieron cartas para protestar por esa desaparición, la que estimaban prematura e injusta para un personaje que aún tenía mucho que entregar. Incluso el mismo autor contaba la anécdota de que una señora –presa de la más profunda indignación– le escribió una carta que se iniciaba con la frase: “¡Es usted un animal!”.

Ilustración de Sidney Paget para uno de los relatos de Strand Magazine (1891)

¿De dónde surge el extraño nombre de Sherlock? Su origen no está muy claro y el autor no se encargó de explicarlo. Un dato curioso acerca del nombre dado al personaje es que pudo haberse llamado “Sherringford Holmes” o “Sherrington Hope”. Tal vez esos nombres nos parezcan aún más exóticos que la versión definitiva, pero, al mismo tiempo, deberíamos reconocer que en nuestro entorno vivencial tampoco abundan los Sherlock.

¿Cuál fue la fuente de inspiración para moldear al personaje de Sherlock Holmes? Fue, en primer lugar, el señor Dupin – el detective de Edgar Allan Poe–, pero también, y muy especialmente, un antiguo profesor suyo en la Facultad de Medicina: el señor Joe Bell, quien poseía una cara aguileña y una curiosa personalidad, con un gran intelecto y obsesivo en el estudio de los detalles.

Como compañero de aventuras de Sherlock, Conan Doyle escogió a un hombre común, pero sensible –a diferencia de Holmes– quien tendría la misión de llevar un diario en que contara los casos memorables que el ingenio de Holmes habría de resolver. Es imposible no efectuar comparaciones entre Watson y su creador: ambos son médicos, de bajo perfil, pero con una gran sed de vivencias. Hay, pues, mucho del autor en Watson. Aquél lo reconoce y lo refuerza al señalar que en un libro se encierra la esencia concentrada de una persona.

Cruces entre realidad y ficción

Personificación de Sherlock Holmes, por el actor William Gillette

A propósito de la superposición entre realidad y ficción, se han contado divertidas anécdotas acerca de personas que consideraban a Holmes una persona real y, por lo mismo, le escribían cartas desde distintas partes del mundo para pedirle consejos, para que resolviera casos complicados o para que les autografiara una copia de sus memorias. Quizá contribuyeron a ello las continuas representaciones teatrales de Holmes -entre las que destaca la efectuada por el actor estadounidense William Gillette– y las adaptaciones televisivas, como la de Peter Cushing (impecable en El Sabueso de los Baskerville), de Jeremy Brett (en la serie “Las aventuras de Sherlock Holmes”, bastante fiel a las historias originales) y Basil Rathbone (en varios episodios independientes con historias apartadas de los textos genuinos y, por lo mismo, de calidad disímil).

¿Se podría realizar un listado de las mejores historias protagonizadas por Holmes? Claro que sí. Sin ir más lejos, en una ocasión, se le propuso al propio Conan Doyle elegir doce de sus mejores relatos con Holmes. Escogió los siguientes y en este mismo orden: “La banda de lunares”; “La liga de los pelirrojos”; “Los bailarines”; “Escándalo en Bohemia”; “El problema final”; “La casa deshabitada”; “Las cinco pepitas de naranja”; “La segunda mancha”; “El pie del diablo”; “El colegio Priory”; “El ritual Musgrave”, “Los hacendados de Reigate”. De seguro, muchos lectores no concordarán ni con la selección ni con el orden. Y está muy bien que así ocurra.

¿Qué hizo que Sherlock Holmes se volviese el más famoso de los detectives de ficción? Su éxito literario podría explicarse por varios factores. Uno de ellos es que, a diferencia de sus predecesores, los casos en que interviene Holmes no se resuelven gracias a la suerte, sino al uso de la inteligencia y a un trabajo meticuloso en la escena del crimen. Holmes no es un sabio, sino un personaje con un gran sentido práctico. En las mismas narraciones (por ejemplo, en “Estudio en Escarlata”) se destaca que su conocimiento es nulo en varias disciplinas, como la política y la literatura. Asimismo, la especial personalidad de Holmes es un gancho irresistible para sus lectores: un hombre antipático, insensible, caprichoso, con rutinas y vicios muy particulares, que se redime a través del virtuoso ejercicio de usar su mente al servicio de los problemas ajenos.

El legado que nos ha dejado Arthur Conan Doyle no sólo está representado por historias y personajes entrañables, a los que el paso del tiempo parece no hacer mella. También se conforma por haber dedicado toda una vida a dos vocaciones que repercuten profundamente en las vidas ajenas: la medicina y la literatura. Acerca de la segunda, nos consta su elevado concepto de la lectura, que se plasma en la siguiente reflexión:

No importa lo modesta que sea su biblioteca ni lo discreto de la habitación que adorna. Cierre tras de usted la puerta de la estancia, deje atrás las preocupaciones cotidianas, rodéese de la relajante compañía de los difuntos ilustres, y habrá cruzado el portal mágico que lleva a una tierra maravillosa donde los problemas y las obligaciones no pueden seguirle. Ha dejado usted a su espalda cuanto es vulgar y sórdido.